Polinesia

Viajar en sí, ya es una aventura. Pero cada día del viaje puede ser una aventura dentro de la aventura de viajar, unas veces agradable otras no tan agradable... La aventura que nos sucedió al llegar a la Polinesia fue finalmente buena, graciosa diría yo. Tardamos 6 horas desde la Isla de Pascua, en un avión muy entretenido, con pantallita táctil individual, películas de todo tipo, series, juegos y hasta cursos rápidos de idiomas!, todo entre medias de una degustación ininterrumpida de tentempiés. A eso de las 11 de la noche aterrizamos en Tahití, isla madre del conjunto polinésico, formado por cientos de islas, entre ellas la famosa Bora-Bora. Nosotros habíamos planeado visitar tres : Fakarava y Rangiroa, destinos únicos y reconocidos en todo el mundo por el buceo, y Moorea, la Isla más cercana a Tahití y una de las más bonitas. Bora-bora se salía de nuestro presupuesto y no entraba dentro del mismo paquete aéreo que las islas de buceo, así que tuvimos que descartarla.

Volviendo a la aventura de aterrizar en el aeropuerto de Tahití a las 11 de la noche de un domingo cualquiera. Para empezar todo el mundo (polinesios y franceses) hablan francés muy bien e inglés bastante regular. El viaje por la polinesia lo habíamos preparado en Bariloche, eligiendo los días a pasar en cada isla, los alojamientos y los billetes de avión entre las islas. En Tahití decidimos no pasar más que el tiempo indispensable, porque sería la isla con menos encanto, más poblada y urbanizada, así que nos quedaríamos únicamente esa noche para volar a Fakarava al día siguiente por la mañana. Todo lo reservamos por internet, y para la noche de la llegada a Tahiti habíamos elegido una pensión llamada “Chez Guynette”, muy céntrica y rodeada de comercios, ideal para abastecernos de comida antes de volar. El dueño de la pensión nos pidió los datos y la llegada de nuestro vuelo para ir a recogernos al aeropuerto. Nuestro vuelo llegó un poco antes de lo previsto, así que no nos extrañó que no hubiera nadie con el típico cartel con tu nombre que te hace sentir acogido, snif. Pero después de un buen rato, un francés con un cartel con varios nombres escritos en él se nos acercó para comprobar que no aparecíamos en él. Nos preguntó que a qué pensión íbamos. Chez Guynette? No conocía ninguna pensión en Tahiti con ese nombre. Pero....sí, había una pensión llamada así en otra isla cercana, la Isla de Huahine. Entonces atamos cabos. Habíamos buscado en internet “pensión Tahiti”, y nos había aparecido “Chez Guynette” entre otras muchas, sí que leímos lo de Huahine, pero pensamos que sería una región de Tahití, o algo así. Y el buen hombre de la pensión era uno de ésos que hablan ingles pero lo justo, y además vía e-mail, así que todo ello llevó a confusión y la confusión llevó al error de encontrarnos a las 11 de la noche de un domingo en el aeropuerto de Tahití, sin lugar para dormir y sin saber a dónde ir, y con una diferencia horaria encima de 6 horas (para nosotros ya eran las 5 de la mañana). Entonces el buen hombre del cartelito, Fred, nuestro salvador, nos ofreció su pensión, después de reírse un buen rato de nosotros, que quedaba al otro lado de la isla, lejos de la capital, pero en una zona muy bonita. Nos cobraría por el transfer, eso sí, pero siempre sería más barato que un taxi a Papeete, donde probablemente todo estuviera cerrado (los tahitianos se acuestan antes de las 10 y se levantan a las 5!). No tuvimos elección, y menos mal! La pensión resulto ser muy acogedora y el desayuno del día después delicioso, lleno de frutas exóticas. Fred contaría nuestra historia a los allí presentes y creo que la seguirá contando “ los que se equivocaron de isla...” .

Amanecimos frescos como lechugas dispuestos a adentrarnos en el paraíso polinesio. Estábamos muy emocionados , la verdad. Era uno de nuestros destinos más esperados del viaje y algo que nos seguía pareciendo inalcanzable aunque ya estuviéramos allí.

En Santiago de Chile habíamos comprado comida de todo tipo en previsión al atraco a mano armada que iban a ser los supermercados aquí. De camino al aeropuerto encontramos un Carrefour (un Pryca de toda la vida) donde nos perdimos en un sinfín de estanterías perfectamente organizadas y repletas de todo tipo de comida (a precio como mínimo español, o sea, caro). Hicimos las últimas compras y nos fuimos al aeropuerto.

El viaje hacia Fakarava fue bastante emocionante. No dejábamos de mirar por la ventanilla en busca de islas paradisíacas, y avistamos varias de camino, hasta que por fin vimos nuestro atolón. Fakavara es uno de los cientos de atolones que conforman el archipiélago de las Tuamotu. Un atolón es una isla en forma de anillo de coral y arena, que deja en su interior una laguna que comunica con el océano. Lo interesante de este tipo de islas es la corriente que hace que la laguna interior se llene y los miles de pececillos que entran arrastrados por ella, y detrás los grandes....

Nada más aterrizar en un minúsculo aeropuerto, nos estaba esperando (esta vez sí) el hijo del dueño de la pensión con unos collares de flores que olían a paraíso... Nos colgó uno a cada uno y ya no pudimos quitarnos la sonrisa de oreja a oreja. Fakarava es el segundo atolón más grande de la polinesia, y el tercero más grande del mundo, tiene unos 60 km de largo, aunque sus menos de 600 habitantes viven a lo largo de unos 10 km, y en el resto de la larga tira de tierra no hay más que palmeras y cocos por el suelo... Nuestra pensión estaba formada por unos 6 o 7 bungalows, 4 de ellos en primera línea de playa, y uno de esos sería el nuestro. Teníamos una playa para nosotros solos, y es que no había nadie más en el resto de bungalows! El bungalow era de madera y tenía una cama enorme con mosquitera, lo que le daba un toque especial (aunque nos temimos lo peor...), un baño y una salita, a parte del porche, y lo mejor la playa, de arena blanca y aguas turquesas, la típica de las revistas de viajes. Paradisíaca.
Nos hicimos una idea del carisma de la isla cuando le preguntamos al dueño por la llave del bungalow, y nos dijo que no tenía, que se habían perdido pero que podíamos estar tranquilos “la isla es muy segura”. Y de verdad que lo era. Todo el mundo te saludaba por las calles al pasar con un amable “Ia Orana”, o un más vulgar “Bon Jour”. Y muy tranquila. El único ruido que podía llegar a molestar, era el de los cientos de perros callejeros que caracterizan a todas las islas polinésicas, o el cantar de los gallos, por la mañana, a medio día, por la tarde, por la noche, de madrugada... Quién iba a esperar en una isla tan paradisíaca el kikiriki típico de un pueblo de.... León?
El primer día fue de toma de contacto, de explorar cada rincón y probar todo: las hamacas sumergibles con forma de huevo, los kayaks, las bicis, un bañito, una birrita...agotador. La pensión contaba con una granja de perlas, donde cultivaban perlas negras, las joyas más famosas de la polinesia.
La cena del primer día fue la mejor, quizás porque estábamos solos en el restaurante, y eso hizo que fuera más especial, porque todos los días sería exquisita. Teníamos desayuno y cena, a las 7 en punto de la tarde tocaban la campana y la cena estaba servida. Ese día nos sirvieron una rica ensalada con salsa de mostaza y miel y pescado marinado y de segundo un pescadito con arroz y helado de postre. También probaríamos el pez loro, el atún con salsa de coco y otros muchos pescados riquísimos acompañados de postres muy elaborados. La pensión era muy famosa por la cocina.

Al día siguiente haríamos nuestra primera inmersión, una tranquila para empezar y ya sería mejor de cualquiera que hayamos hecho hasta ahora, llena de peces de todo tipo, miles de colores, y muchísima claridad. Y lo mejor de todo, vimos nuestro primer tiburón! Primero sería uno y después unos cuantos más, qué impresión! Pero en seguida se alejan y pasan de ti.

De las siguientes inmersiones, la mejor sin duda fue la que hicimos en el paso sur de la isla, considerada una de las mejores del mundo, y no es para menos. Después de una hora de viaje en barco, llegamos a una zona de aguas increíblemente transparentes, donde se veía el fondo del mar
desde el mismo barco, y a los cinco minutos de comenzar, cientos de tiburones aparecieron frente a nosotros, flotando en una fuerte corriente que nos obligaba a agarrarnos a las rocas para no ser arrastrados. Como en un desfile, pasaban en grandes grupos mientras nosotros nos mirábamos atontados y con el corazón a cien por hora. Después de un buen rato, llegó la hora de soltarse, y volar sobre el coral gracias a la fuerte corriente, para terminar en una pequeña playa donde tiburones y peces napoleón grandes como vacas compartían el agua con los niños del poblado. Una experiencia realmente única, de la que tenemos pruebas gráficas gracias a un grupo de belgas con los que compartimos varias inmersiones.

Nos recorrimos parte de la isla en bici, pero el calor era sofocante, así que cada 2 o 3 km parábamos a darnos un baño en alguna de las calas que dan a la laguna. Así fue como descubrimos una playa muy exótica, muy larga y con arena aún más fina y agua más cristalina, y lo mejor de todo, totalmente solitaria, vamos, más o menos como las de benidorm...

Y ese fue nuestro día a día en Fakarava, entre inmersión e inmersión una siesta en nuestra playa privada, luego una rica cena, un paseo en bici y un sueño entre olas, a orillas del mar...

Y nos lo queríamos perder....

Comentarios

pepe ha dicho que…
perros!

q envidia, ahora si q si!

besitos
Eli ha dicho que…
Bueeeeeeno. Ahora sí que no tengo palabras.... Tengo el corazón encogido, y no es por nervios, ni porque os eche de menos (que es verdad)... No sabría explicarlo, pero creo que se trata de una respuesta fisiológica de envidia, pero mucha envidia... y si me apuras hasta de rabia.... Grrrrrrrrrrrr
IMPRESIONANTE!!!!
Una cosa... el color turquesa que sale en las fotos lo habéis cambiado con el photoshop, no?