Sydney, tortilla y montañas azules

En Auckland cogimos el avión que nos llevaría a Sydney. Para nuestra sorpresa, justo antes de irnos recibimos un email de nuestros amigos australianos, Ross y Fiona, la pareja que conocimos en el Abel Tasmtan que se ofreció a hospedarnos en su casa, insistiendo para que fuéramos. Una de sus dos hijas estaba viajando por el mundo como nosotros, así que tenían una habitación libre. No hubo más que hablar. El resultado fue todo un acierto. Ese día cenaríamos una deliciosa cena preparada con esmero y muy buen gusto por Fiona, profesora de arte de origen Inglés y padre médico, que emigraría a Australia hace años en busca de calidad de vida. Y vaya si la encontró. Tenían una amplia casa antigua remodelada con un jardín trasero con piscina y barbacoa en un barrio tranquilo, lo habitual en estos países donde vivir en un piso es lo raro. Además tenían otra casita de fin de semana en la playa y otra en la montaña, así que yo de mayor quiero vivir en Australia.
Ross llegaría de trabajar poco después que Fiona, a eso de las 7, con su traje de ciclista. Ross es un concienciado deportista que va todos los días a trabajar en bici al laboratorio de calidad de alimentos que dirige. Además de su entusiasmo por el surf, tenis, montaña... La cena fue muy agradable, compartimos nuestra historia y la suya, todo entremezclado con la magia de un vino australiano que acompañaba a la cena, fue una buena noche, de esas que a largo del viaje a veces se echan de menos, con amigos.

Desde su casa se podía llegar en Ferry al centro de la ciudad, opción que elegimos para dejarnos impresionar por primera vez por la grandeza de Sydney. Nos gustó mucho descubrirla desde el enorme canal central que desgarra de arriba a abajo la ciudad y la divide en dos, con su famosa Ópera House coronando la bahía y una tropa de inmensos rascacielos arropándola por detrás y el gigantesco puente Harbour Bridge. Fue un típico día de pateo hasta el agotamiento y fotos varias, para acabar en China Town comiendo unos deliciosos noodles y un arrocito al estilo “Kung Fu” (que en paz descanse...) o algo por el estilo, por eso de ir haciéndonos el paladar a la ansiada y ya vecina Asia...

El día siguiente nos decidimos a preparar una cena tipical spanish a nuestros amigos, por majetones. Así que después de pelar unas cuantas patatas y tomates, nos marcamos una tortilla y un pan tumaca con pinchitos varios para chuparse los dedos. Les encantó (y a nosotros también, que ya se va echando de menos eso del tapeo...). Pues es gracioso, porque encontramos varios restaurantes españoles por el centro, y dicen que hace unos años estaba todo lleno, hasta que llegaron los chinos y se pusieron a hacer noddles y arroz como locos en 2 minutos y a dos duros, así que adiós a las tapas elaboradas, una pena.

Otro gran acierto de Sydney fue la visita al Zoo. Dónde si no íbamos a ver tímidos koalas dormitando en los árboles de eucalipto y Kanguros saltarines (algunos más altos que nosotros), el dragón de komodo (que es un lagarto enorme de esos que se pueden comer una vaca y media), además del típico espectáculo de focas de las dos de la tarde, los gorilas quitándose piojos unos a otros, monos con cara estreñida, tigres, leones, jirafas, elefantes... Lo mejor, la localización, en una isla justo enfrente de Sydney con unas vistas privilegiadas.
Y también fuimos a la playa de Manley, una de las más famosas de Sydney. Lo peor, que se ponga a llover a mitad del paseo... Aún así, el arco iris doble que nos salió después compensó el chaparrón.

Nuestro objetivo en Australia, era bastante poco ambicioso, porque si te la quieres recorrer bien necesitas un par de meses y un coche, y después de Nueva Zelanda no nos apetecía mucho. Así que decidimos quedarnos con Sydney y la Gran Barrera de Coral, uno de los mejores sitios de buceo del mundo. Encontramos un vuelo barato para unos días más tarde así que decidimos aprovechar para hacer una visitilla a las Blue Mountains y quedarnos un par de días en un pueblo cercano a Sydney llamado Katoomba que nos recomendaron nuestros amigos. También insistieron para que dejáramos las cosas en su casa y volviéramos por allí antes de irnos a Cairns, y tampoco pudimos decir que no. Los días que pasamos en su casa (que al final fueron unos cuantos) estuvimos como en casa, esta vez sí que sí. Pusieron todo a nuestra disposición. Fue una parada en el camino para coger fuerzas y entablar una gran amistad. De esas cosas que un día alguien hace por ti y de las que nunca te olvidas.

En las Blue Mountains nos quedamos en un albergue super chulo, un antiguo Cabaret reformado con mucho gusto y muy cómodo. El entorno nos encantó. Muy cerca del albergue estaba el mirador de las Tres Hermanas, tres torres de piedra en lo alto de un valle rodeado de las montañas que se ven de color azul, al parecer por la savia que desprenden los eucaliptos y el efecto del sol. Pudimos hacer un par de caminatas por el valle, bastante curiosas, sobre todo porque al contrario que otras veces al subir un monte, lo primero que haces es bajar cientos de escalones hasta el fondo del valle. Una vez allí te ves sumido en medio de un frondoso bosque con menos luz, más frío y menos ruido.

Esos días fueron todo un relax, de esos que cada poco hacen falta durante el viaje, viendo pelis, perreando un poco y poniéndonos al día con internet. Lo mejor, encontrarnos en la red un super ofertón de última hora en un viaje de buceo en barco por la Barrera de Coral, cuatro días y cuatro noches... pero eso ya es otra historia.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Sarini... dime que esta entrada la has escrito tú... porque el momento "al estilo Kung fu" (que en paz descanse)" te define absolutamente... He estado cinco minutos riéndome... Y si el que ha escrito es Fer, una nueva prueba de que sois una pareja bien avenida... o de que pasáis mucho tiempo juntos.