Les petites critters

Con el buen sabor de boca que me había dejado Komodo todavía en la memoria decidí continuar hacia el este a un lugar aún más remoto para seguir buceando, en una zona que, dicen, tiene posiblemente los mejores corales del mundo.

Así llegué a Alor, tras una parada en una siniestra pensión en Timor Occidental en la que era el único alojado. Un lugar enorme cerca del aeropuerto alejado de todo rastro de civilización. La gente de la pensión se portó realmente bien conmigo a pesar de la dificultad de comunicación por el escaso inglés que hablaban. En realidad mi destino final no era Alor, sino una pequeña islita al oeste llamada Kepa, donde un matrimonio francés regenta un eco-resort con unos pocos bungalows básicos en una playa de coral con unas aguas azul turquesas preciosas.





Lo de "básicos" se resume en baños casi al aire libre, duchas a base de cazos con agua dulce y agua "potable" hervida a fuego de leña que le daba un sabroso sabor a salmón ahumado...
Aquí el plan era sencillo: pasar una semana de tranquilidad y paz espiritual buceando, comiendo, leyendo, oyendo música y hablando con todo tipo de gente que venía buscando lo mismo. La gran diferencia con Labuan Bajo es que aquí no hay coches ni motos ni restaurantes ni bares ni nada de nada, y los pocos turistas que se aventuran a llegar hasta aquí no son veinteañeros buscando fiesta, sino gente bastante más mayor,  más experimentada y mucho más interesante. Bien pronto por la mañana nos levantábamos con un petit déjeuner y nos lanzábamos al mar en el barquito para hacer un par de inmersiones antes de comer.


Estas aguas no destacan por la cantidad de vida grande como Komodo, sino que se caracterizan por enormes paredes de un coral como no he visto nunca lleno de pequeñas y extrañas criaturas que hacen las delicias de los fotógrafos de macro.
Cedric, el anfitrión, es un excelente guía capaz de ver los seres más insospechados camuflados entre los miles de colores y formas del arrecife. Tuve la suerte de descubrir bichos que antes sólo había visto en los libros, como extraños peces rana, morenas transparentes, peces escorpión de todas formas y colores, peces hoja y uno en especial que se nos escapó en Filipinas, el pez Mandarín,  una monada.


Por las tardes, después de la sobremesa compartiendo experiencias con los demás huéspedes, me relajaba en la hamaca de mi casita mecido por la suave brisa y el sonido de las olas del mar, disfrutando de los atardeceres y, tras una buena cena, me iba prontito a la cama para afrontar el madrugón del día siguiente.





Gente muy peculiar iba y venía. Ross, mi compañero de buceo, un australiano de Melbourne afincado en China que me recordó a nuestro querido Ross de Sidney. Paola, una italiana con un aire a Rita Barberá que se pasa aquí dos meses al año desde hace mucho tiempo. Un matrimonio franco-italiano que en su hogar disfrutaban de sus caballos, uno portugués y otro español. Una pareja de médicos franceses jovencitos que estaban haciendo un viaje de casi un año y que me recordaron a nosotros mismos hace diez años. Otra pareja de suizos que venían de pasar unas semanas en Fakarava, en la Polinesia Francesa, con los que pude rememorar los increíbles momentos que pasamos hace años en ese atolón paradisíaco. Otros australianos que habían estado buceando en Bunaken con el entrañable Sven, con el que tuvimos el privilegio de descubrir los pequeños seres que habitan los arrecifes de Sulawesi hace casi una década...
Un auténtico placer haber podido compartir esos momentos con gente tan variada.
Por desgracia,  los documentos gráficos de estos días se limitan sólo a la superficie, salvo un video cedido por Ross,  y es que cada vez me arrepiento más de no haber hecho caso a Juanjo y a mi hermana y no haber traído la GoPro... Aaaarrrrggg!!!!!


Abandoné Kepa una mañana prontito, atravesé el canal que la separa de Alor en una barquita gestionada por la comunidad local y llegué a la orilla, donde se supone que me estaría esperando un coche para llevarme al aeropuerto.
Después de un cuarto de hora sin que apareciera ni el Tato, y sin poder entenderme ni una sola palabra con la gente del pueblo, decidí coger una especie de moto-taxi para recorrer los más de veinte kilómetros hasta el aeropuerto atravesando zonas rurales muy tranquilas y la única "ciudad" de la zona, con sus pocas casas a lo largo de la carretera que la atraviesa.
Como es costumbre por estos sitios, al bajar de la moto casi me tienen que separar del conductor con agua caliente y soltarme las manos de los asideros a mordiscos...
Con la visa indonesia a punto de expirar decidí volver a Bali para meditar unos días sobre el futuro de este viaje que, inevitablemente, está llegando a su fin...
Sé que esta entrada ha quedado algo corta, pero La Petite Kepa no es para contarla, es para vivirla...

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